Solo ante la vida
jueves, 11 de diciembre de 2008
Cuando vivir se traduce en el hecho de recordar lo que fuimos. Cuando se vive del pasado en un presente que no nos trae nada nuevo. Cuando sentimos que ya está todo hecho y que no hay más en nuestra vida para nosotros. Esta es la historia de una persona que enfrenta el segundo tiempo de su vida en soledad.
Mediodía de un Viernes. Caminando raudo y veloz se encuentra paseando por los interiores del parque Quinta Normal. Observa el lago y a los niños arriba de los botes que ahí navegan. Ve un banco que está junto al lago, cerca del Museo Nacional de Historia Natural y se sienta a descansar. Cierra los ojos y se deja llevar por el sonido de los árboles y de la gente que pasa por el lugar. Pero su mente no está ahí, sino que viaja a través de los años, de recuerdos y recuerdos de una vida mejor. Al rato, ve a un muchacho sentado en la banca de al lado. “Amigo, ¿tiene un cigarro?”, le pregunta. “No fumo”, fue la respuesta del muchacho. La tranquilidad del parque daba paso al ruido de los niños que pasaban frente a ellos con el lago de fondo, casi como una postal de primavera.
No conoció a su abuelo (Del cual ni siquiera recuerda el nombre), pero en más de alguna ocasión, su padre le contó la historia de él. Suizo de nacimiento, viajó a principios del siglo XX a Italia en busca de una mejor vida. Una vez en Roma, estudió Ingeniería en Mecánica. “En ese tiempo, significaba ser tornero”, explica. Luego partió a Yugoslavia y ahí conoció a la que sería su esposa. Con ella vivió desde entonces en Sarajevo, hasta que se encontró de frente con la Primera Guerra Mundial. Cuando el conflicto bélico se desató, ambos huyeron tomando el primer barco que saliera del país, con la suerte de recalar en las costas de Punta Arenas. De ahí no salieron nunca más. “Ese es el origen del apellido paterno Borelli”, cuenta don Víctor, profesor de matemáticas, que a sus cuarenta y ocho años ve la vida desde su pasado. Y aunque no es tan viajero como su abuelo, o como su padre, se ha movido por varios lugares del Gran Santiago, desde Puente Alto a Estación Central.
De profesor, a contador, a esquizofrénico, a estar solo.
Siempre fue bueno para las Matemáticas. Cuando iba en el colegio una vez un profesor lo acusó de haberse puesto un 7.0 en el libro en dicho ramo. Cosa que, según el joven Víctor, era falso. Para solucionar el problema, le propuso a su profesor hacer una prueba: Si respondía todo bien, se le mantenía el siete. Si se equivocaba en algo, lo borraba. El problema era que la materia de la prueba era algo que todavía no pasaban en clases: los siempre bienvenidos logaritmos. “No importa” dijo el adolescente Víctor, y respondió todas las preguntas correctamente.
Más adelante, estudiaría en el Pedagógico (Ahora UMCE), en donde egresaría como profesor de matemáticas en 1983. Y ejerció inmediatamente en colegios como el Santa Rosa, San José de la Estrella o en liceos como el Politécnico San Luis. Luego, sacó un título de contador, “El año 2002 o 2003”, señala. Y agrega. “Podría haber sacado auditoria en la Universidad, pero para mí esto era un hobbie, algo en qué entretenerme. Entonces no tenía sentido que lo hiciese. Ya había jubilado, tenía mi plata. Así que era simplemente para matar el tiempo en algo”, cuenta don Víctor.
A principios de los 90, conoció a Marianela Toro, la que posteriormente se transformaría en su esposa. La conoció en una fiesta donde fue invitado por la polola anterior a ella que tuvo don Víctor. Aunque no hubo mayor atracción entre ellos en ese momento, fueron las citas posteriores en las que empezaron a conocerse más y a finalmente enamorarse. La pareja se caso en 1992 teniendo a una única hija, Macarena, dos años más tarde. Sin embargo, la relación no prosperó debido a los celos enfermizos, según dice don Víctor “La Marianela era una persona muy celosa, tanto así que llegó desconfiar de su propia madre al pensar que mi suegra y yo teníamos una relación a escondidas. ‘Oye, pero cómo se te ocurre mirar a mi mamá’, me decía. Eso provocó una mala relación entre ellas también”. Una vez que se separaron, su ex mujer y su hija partieron a Con Con el año 2000. A partir de esto, y sin familiares vivos en Santiago, don Víctor quedó sólo. Luego de ejercer como contador por cerca de un año y medio, quedó sin trabajo.
Don Víctor se levanta, tiene ganas de ir al baño. Camina unos pocos metros hasta llegar donde Lía Aronowsky, una señora de edad que atiende los sanitarios públicos del parque. Dice ella que ve mucho a don Víctor, casi todos los días, paseando solitario por los rincones del parque. “Es una persona tranquila, amable, que no tiene problemas con nadie. Aunque no hablo mucho con él”, cuenta, mientras se oye un pequeño televisor emitiendo un conocido programa de farándula.
Para cuando don Víctor regresa, cuenta algo llamativo de sus padres. “Mi papá era allendista hasta los huesos. Mi mamá, derechista a morir. Por eso yo terminé siendo del medio, identificado con la DC. Cuando estuvo el gobierno socialista de Allende, mi papá era jefe del JAP (Junta de Abastecimiento y Precios) de Ñuñoa, y mi mamá andaba enojada por eso con él. Siempre le gritaba ‘¡cómo anday metido en eso, erís un comunista de mierda!’. Cuando llegó el golpe de estado y asumió Pinochet, mi mamá le dijo a mi papá que arrancara. Así estuvo desaparecido como 3 meses, antes de volver a la casa”. Ha pasado cerca de una hora de conversación, cuando don Víctor saca de su bolso, que siempre lleva a todos lados, agua y unas pastillas. “Es que sufro de Esquizofrenia”, señala.
Desde los 15 años que don Víctor sufre de esa enfermedad psicológica. Al parecer, fue heredada desde su abuelo paterno, aquél que escapando de Europa llegó a Chile. Ahora, según dice don Víctor, su abuelo jamás se trató la enfermedad. Cuando su madre supo lo del abuelo, estuvo pendiente por si el caso se repetía en don Víctor, cosa que a la larga sucedió. En cuanto se dieron cuenta que padecía de esquizofrenia, la madre lo puso de inmediato en tratamiento, con pastillas y dos visitas al médico durante el año. Una costumbre que continúa hasta el día de hoy, y que le ha evitado tener crisis o ser internado alguna vez en su vida.
Llegan unas personas que conocen a don Víctor. Lo saludan, le conversan un poco. Entre ellos está José, un vagabundo que huyó de casa hace tantos años que, según dice, ya no se acuerda cuando fue. Él ha compartido con don Víctor durante estos últimos meses. “Es muy buena gente, bueno para conversar, y siempre nos regala cigarros”, señala. Aunque también dice que no lo conoce más allá de lo que se ven en el parque. Esta vez no hay cigarros, ya que el mismo Víctor se levantó de la banca frente al lago para pedirle a una chica que pasaba por ahí uno de esos tubos de tabaco envueltos en papel.
Una familia de viajeros
Así como sus abuelos viajaron una gran distancia para llegar a nuestro país, los hijos de ellos (Los tíos, y el padre de don Víctor), se repartieron por todo Chile. Santiago, Valparaíso y Puerto Montt, fueron algunos de los destinos de todos ellos. El padre de don Víctor trabajaba de camionero y recorría todo Chile y Sudamérica con su camión. Y fue en uno de esos viajes en el que conoció al amor de su vida. “Se conocieron en la década del 50, en medio de una pelea. Un día, mi papá estaba almorzando en un restaurante chiquitito en Valdivia. Mi papá y mis tíos eran rubios y de ojos azules, entonces, empezaron a molestar a una persona con rasgos indígenas. Eso a mi mamá, que también estaba ahí, le dio pena. ‘Este gringo se las trae’, dijo mi mamá. En eso estaban cuando el molestado se enojó de verdad y saco una pistola para dispararles a todos. Mi papá, no sé cómo, lo agarra del brazo y le manda un puñetazo que lo dejó en el suelo y aturdido. A partir de eso mi mamá y mi papá se conocieron y se enamoraron. Lo divertido es que después mi papá le pidió disculpas a este caballero y terminaron siendo amigos”, comenta. En 1959 se casaron, y al año siguiente nació Víctor Borelli Sandoval en el Hospital San Borja, en Santiago de Chile. “Mi padre murió el año 94, producto de un cáncer al pulmón, mientras que mi madre falleció de alzheimer el 2005. Desde esa fecha dejé de vivir en Puente Alto y empecé a vagabundear hasta llegar a la Hospedería Padre Lavín, en donde estoy desde hace más o menos un año y medio”. Quedó sin hermanos, ya que su madre, por una anomalía biológica, sólo podía tener un hijo en su vida.
De vuelta a la realidad
Don Víctor se levanta a las 8 de la mañana todos los días y ordena un poco su habitación. Se lava, se viste y toma desayuno, para luego salir a pasear por la Quinta Normal. Está ahí, más o menos desde las 12 del día hasta cerca de las 4 de la tarde, cuando regresa a la hospedería. Durante ese periodo de tiempo, se dedica a pensar y pensar, a vivir de su pasado. Él dice que cuando se sienta a mirar, no mira, sino que su cerebro lo transporta a otro mundo. A su juventud, cuando tenía objetivos en la vida. El Víctor Borelli de hoy es una persona que no tiene objetivos para sí. “Qué más puedo hacer si ya lo he hecho todo”, señala, mientras observa el lago frente al banco que nos ha albergado por dos horas. Puede pasar mucho tiempo sin moverse del lugar donde se encuentra, como en un estado de trance. Algo que inquieta a María Jesús Donoso, una jovencita de 22 años que viaja todos los días desde Maipú hasta la Quinta Normal para ofrecer pequeños objetos artesanales a la gente que visita el lugar.
“A veces lo veo tendido en el pasto, como haciendo nada, con la mirada perdida. Y eso me asusta un poco. Como yo vengo todos los días para acá, generalmente lo veo siempre con la misma expresión. He hablado un poco con él, pero igual me genera desconfianza”, señala María Jesús, sin esconder su visión sobre él.
Don Víctor cree que ya no tiene nada más que hacer, que con lo que le dan de su jubilación (Adelantada por su enfermedad), más el arriendo de la casa que sus padres le dejaron como herencia en Puente Alto, tiene para sobrevivir tranquilamente. Pero ya no se plantea metas nuevas ni intereses. Sólo piensa hacia atrás, en los momentos más felices de su vida según dice. “A lo mejor me pongo a invertir en la bolsa, y a especular para ver si gano algo de plata. Pero no aún, porque es cansador y no sé si aún estoy para esos trotes”.
Don Víctor se levanta del banco frente al lago que fue testigo de la conversación, trata de conseguirse un último cigarro con una señora que va pasando. Ya son las 3 de la tarde y tiene planeado ir a almorzar a alguna parte donde le ofrezcan algo rico, pero económico. Toma su bolso, el cual nunca dejó de lado y se despide con un apretón de manos. A lo lejos se ve caminando, rodeando el lago que se encuentra en el parque hasta llegar a la salida por avenida. Santo Domingo. Se va entremedio de los árboles que se mueven desordenadamente con el viento que corre, casi como una postal de primavera.
Mediodía de un Viernes. Caminando raudo y veloz se encuentra paseando por los interiores del parque Quinta Normal. Observa el lago y a los niños arriba de los botes que ahí navegan. Ve un banco que está junto al lago, cerca del Museo Nacional de Historia Natural y se sienta a descansar. Cierra los ojos y se deja llevar por el sonido de los árboles y de la gente que pasa por el lugar. Pero su mente no está ahí, sino que viaja a través de los años, de recuerdos y recuerdos de una vida mejor. Al rato, ve a un muchacho sentado en la banca de al lado. “Amigo, ¿tiene un cigarro?”, le pregunta. “No fumo”, fue la respuesta del muchacho. La tranquilidad del parque daba paso al ruido de los niños que pasaban frente a ellos con el lago de fondo, casi como una postal de primavera.
No conoció a su abuelo (Del cual ni siquiera recuerda el nombre), pero en más de alguna ocasión, su padre le contó la historia de él. Suizo de nacimiento, viajó a principios del siglo XX a Italia en busca de una mejor vida. Una vez en Roma, estudió Ingeniería en Mecánica. “En ese tiempo, significaba ser tornero”, explica. Luego partió a Yugoslavia y ahí conoció a la que sería su esposa. Con ella vivió desde entonces en Sarajevo, hasta que se encontró de frente con la Primera Guerra Mundial. Cuando el conflicto bélico se desató, ambos huyeron tomando el primer barco que saliera del país, con la suerte de recalar en las costas de Punta Arenas. De ahí no salieron nunca más. “Ese es el origen del apellido paterno Borelli”, cuenta don Víctor, profesor de matemáticas, que a sus cuarenta y ocho años ve la vida desde su pasado. Y aunque no es tan viajero como su abuelo, o como su padre, se ha movido por varios lugares del Gran Santiago, desde Puente Alto a Estación Central.
De profesor, a contador, a esquizofrénico, a estar solo.
Siempre fue bueno para las Matemáticas. Cuando iba en el colegio una vez un profesor lo acusó de haberse puesto un 7.0 en el libro en dicho ramo. Cosa que, según el joven Víctor, era falso. Para solucionar el problema, le propuso a su profesor hacer una prueba: Si respondía todo bien, se le mantenía el siete. Si se equivocaba en algo, lo borraba. El problema era que la materia de la prueba era algo que todavía no pasaban en clases: los siempre bienvenidos logaritmos. “No importa” dijo el adolescente Víctor, y respondió todas las preguntas correctamente.
Más adelante, estudiaría en el Pedagógico (Ahora UMCE), en donde egresaría como profesor de matemáticas en 1983. Y ejerció inmediatamente en colegios como el Santa Rosa, San José de la Estrella o en liceos como el Politécnico San Luis. Luego, sacó un título de contador, “El año 2002 o 2003”, señala. Y agrega. “Podría haber sacado auditoria en la Universidad, pero para mí esto era un hobbie, algo en qué entretenerme. Entonces no tenía sentido que lo hiciese. Ya había jubilado, tenía mi plata. Así que era simplemente para matar el tiempo en algo”, cuenta don Víctor.
A principios de los 90, conoció a Marianela Toro, la que posteriormente se transformaría en su esposa. La conoció en una fiesta donde fue invitado por la polola anterior a ella que tuvo don Víctor. Aunque no hubo mayor atracción entre ellos en ese momento, fueron las citas posteriores en las que empezaron a conocerse más y a finalmente enamorarse. La pareja se caso en 1992 teniendo a una única hija, Macarena, dos años más tarde. Sin embargo, la relación no prosperó debido a los celos enfermizos, según dice don Víctor “La Marianela era una persona muy celosa, tanto así que llegó desconfiar de su propia madre al pensar que mi suegra y yo teníamos una relación a escondidas. ‘Oye, pero cómo se te ocurre mirar a mi mamá’, me decía. Eso provocó una mala relación entre ellas también”. Una vez que se separaron, su ex mujer y su hija partieron a Con Con el año 2000. A partir de esto, y sin familiares vivos en Santiago, don Víctor quedó sólo. Luego de ejercer como contador por cerca de un año y medio, quedó sin trabajo.
Don Víctor se levanta, tiene ganas de ir al baño. Camina unos pocos metros hasta llegar donde Lía Aronowsky, una señora de edad que atiende los sanitarios públicos del parque. Dice ella que ve mucho a don Víctor, casi todos los días, paseando solitario por los rincones del parque. “Es una persona tranquila, amable, que no tiene problemas con nadie. Aunque no hablo mucho con él”, cuenta, mientras se oye un pequeño televisor emitiendo un conocido programa de farándula.
Para cuando don Víctor regresa, cuenta algo llamativo de sus padres. “Mi papá era allendista hasta los huesos. Mi mamá, derechista a morir. Por eso yo terminé siendo del medio, identificado con la DC. Cuando estuvo el gobierno socialista de Allende, mi papá era jefe del JAP (Junta de Abastecimiento y Precios) de Ñuñoa, y mi mamá andaba enojada por eso con él. Siempre le gritaba ‘¡cómo anday metido en eso, erís un comunista de mierda!’. Cuando llegó el golpe de estado y asumió Pinochet, mi mamá le dijo a mi papá que arrancara. Así estuvo desaparecido como 3 meses, antes de volver a la casa”. Ha pasado cerca de una hora de conversación, cuando don Víctor saca de su bolso, que siempre lleva a todos lados, agua y unas pastillas. “Es que sufro de Esquizofrenia”, señala.
Desde los 15 años que don Víctor sufre de esa enfermedad psicológica. Al parecer, fue heredada desde su abuelo paterno, aquél que escapando de Europa llegó a Chile. Ahora, según dice don Víctor, su abuelo jamás se trató la enfermedad. Cuando su madre supo lo del abuelo, estuvo pendiente por si el caso se repetía en don Víctor, cosa que a la larga sucedió. En cuanto se dieron cuenta que padecía de esquizofrenia, la madre lo puso de inmediato en tratamiento, con pastillas y dos visitas al médico durante el año. Una costumbre que continúa hasta el día de hoy, y que le ha evitado tener crisis o ser internado alguna vez en su vida.
Llegan unas personas que conocen a don Víctor. Lo saludan, le conversan un poco. Entre ellos está José, un vagabundo que huyó de casa hace tantos años que, según dice, ya no se acuerda cuando fue. Él ha compartido con don Víctor durante estos últimos meses. “Es muy buena gente, bueno para conversar, y siempre nos regala cigarros”, señala. Aunque también dice que no lo conoce más allá de lo que se ven en el parque. Esta vez no hay cigarros, ya que el mismo Víctor se levantó de la banca frente al lago para pedirle a una chica que pasaba por ahí uno de esos tubos de tabaco envueltos en papel.
Una familia de viajeros
Así como sus abuelos viajaron una gran distancia para llegar a nuestro país, los hijos de ellos (Los tíos, y el padre de don Víctor), se repartieron por todo Chile. Santiago, Valparaíso y Puerto Montt, fueron algunos de los destinos de todos ellos. El padre de don Víctor trabajaba de camionero y recorría todo Chile y Sudamérica con su camión. Y fue en uno de esos viajes en el que conoció al amor de su vida. “Se conocieron en la década del 50, en medio de una pelea. Un día, mi papá estaba almorzando en un restaurante chiquitito en Valdivia. Mi papá y mis tíos eran rubios y de ojos azules, entonces, empezaron a molestar a una persona con rasgos indígenas. Eso a mi mamá, que también estaba ahí, le dio pena. ‘Este gringo se las trae’, dijo mi mamá. En eso estaban cuando el molestado se enojó de verdad y saco una pistola para dispararles a todos. Mi papá, no sé cómo, lo agarra del brazo y le manda un puñetazo que lo dejó en el suelo y aturdido. A partir de eso mi mamá y mi papá se conocieron y se enamoraron. Lo divertido es que después mi papá le pidió disculpas a este caballero y terminaron siendo amigos”, comenta. En 1959 se casaron, y al año siguiente nació Víctor Borelli Sandoval en el Hospital San Borja, en Santiago de Chile. “Mi padre murió el año 94, producto de un cáncer al pulmón, mientras que mi madre falleció de alzheimer el 2005. Desde esa fecha dejé de vivir en Puente Alto y empecé a vagabundear hasta llegar a la Hospedería Padre Lavín, en donde estoy desde hace más o menos un año y medio”. Quedó sin hermanos, ya que su madre, por una anomalía biológica, sólo podía tener un hijo en su vida.
De vuelta a la realidad
Don Víctor se levanta a las 8 de la mañana todos los días y ordena un poco su habitación. Se lava, se viste y toma desayuno, para luego salir a pasear por la Quinta Normal. Está ahí, más o menos desde las 12 del día hasta cerca de las 4 de la tarde, cuando regresa a la hospedería. Durante ese periodo de tiempo, se dedica a pensar y pensar, a vivir de su pasado. Él dice que cuando se sienta a mirar, no mira, sino que su cerebro lo transporta a otro mundo. A su juventud, cuando tenía objetivos en la vida. El Víctor Borelli de hoy es una persona que no tiene objetivos para sí. “Qué más puedo hacer si ya lo he hecho todo”, señala, mientras observa el lago frente al banco que nos ha albergado por dos horas. Puede pasar mucho tiempo sin moverse del lugar donde se encuentra, como en un estado de trance. Algo que inquieta a María Jesús Donoso, una jovencita de 22 años que viaja todos los días desde Maipú hasta la Quinta Normal para ofrecer pequeños objetos artesanales a la gente que visita el lugar.
“A veces lo veo tendido en el pasto, como haciendo nada, con la mirada perdida. Y eso me asusta un poco. Como yo vengo todos los días para acá, generalmente lo veo siempre con la misma expresión. He hablado un poco con él, pero igual me genera desconfianza”, señala María Jesús, sin esconder su visión sobre él.
Don Víctor cree que ya no tiene nada más que hacer, que con lo que le dan de su jubilación (Adelantada por su enfermedad), más el arriendo de la casa que sus padres le dejaron como herencia en Puente Alto, tiene para sobrevivir tranquilamente. Pero ya no se plantea metas nuevas ni intereses. Sólo piensa hacia atrás, en los momentos más felices de su vida según dice. “A lo mejor me pongo a invertir en la bolsa, y a especular para ver si gano algo de plata. Pero no aún, porque es cansador y no sé si aún estoy para esos trotes”.
Don Víctor se levanta del banco frente al lago que fue testigo de la conversación, trata de conseguirse un último cigarro con una señora que va pasando. Ya son las 3 de la tarde y tiene planeado ir a almorzar a alguna parte donde le ofrezcan algo rico, pero económico. Toma su bolso, el cual nunca dejó de lado y se despide con un apretón de manos. A lo lejos se ve caminando, rodeando el lago que se encuentra en el parque hasta llegar a la salida por avenida. Santo Domingo. Se va entremedio de los árboles que se mueven desordenadamente con el viento que corre, casi como una postal de primavera.
1 Quiere decir:
hola , me gusta como escribes le das ese aire nostálgico y bien picado a escritor ... no se como llegué a encontrar esto pero acá estoy. Soy Macarena paz ,hija de don victor y mucho de esa historia lamentablemente no es cierto. Aún así sigue siendo una historia intrigante de leer. saludos
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